Intervención de don Miguel Delibes de Castro

Altezas Reales, autoridades, amigas y amigos todos:

Me corresponde la difícil tarea de hablar de Delibes naturalista. Y digo difícil no porque uno carezca de las imprescindibles condiciones para hacerlo, y menos aún porque a él le faltaran merecimientos. Es complicado porque Miguel Delibes fue mi padre y, como sospechan, esa relación ha sido y es para mí mucho más importante que cualquier otra de las del escritor.

En todo caso, dispongo de poco tiempo y no puedo malgastarlo. ¿Qué clase de naturalista fue Delibes? Desde luego, no fue un experto. Mi padre aprendió a ser naturalista del suyo, mi abuelo, como mis hermanos y yo aprendimos de él. Por eso llamábamos cuclillo a la abubilla, maricas a las urracas, y pajarotas a las cogujadas y otros aláudidos. También, por supuesto, para él (y aún hoy, para mí), todas las aves eran pájaros. Los naturalistas formales detestan esas faltas de rigor. Pero para mi padre, como para otros hombres pegados al suelo, las cosas son, simplemente, como las gentes las llaman. Su escuela de naturaleza fueron los campos cercanos y los hombres que vivían en y de ellos, no los libros.

Apenas le preocupaban, reitero, los nombres oficiales de animales y plantas, y menos aún los nombres técnicos. Le fascinaban, en cambio, las nuevas denominaciones que oía en Castilla. Un día Emiliano, el guarda de Villanueva de Duero, llamó quincetas a las avefrías, algo que nunca habíamos oído. Ya en casa, mi padre acudió presuroso al diccionario y no encontró quinceta, pero sí: “Quincineta: Avefría”. Con una gran sonrisa me lo mostró diciendo: “Este Emiliano es un sabio”. Años después, como saben, intentó ilustrar a la misma Real Academia incorporando al diccionario muchos otros nombres de aves. Con el tiempo sumó a su lista muchos términos, como baribañuela para el alimoche, o torda pedresa para el zorzal, denominaciones de esas especies en Sedano. Con ellas sorprendía a sus interlocutores.

Por la misma razón, aceptaba de buen grado que las perdices que cazó en Argentina o Chile fueran perdices, aunque evidentemente no lo eran. “Hijo, si allí les llaman perdices, perdices serán; no tienen por qué parecerse a las de aquí; los biólogos sois un tanto engreídos”. Pero sólo ocurría cuando lo vivía (u oía) él mismo: una vez le conté que en los Andes llamaban avutardas a unos gansos salvajes y le pareció aberrante.

Todo esto refleja algo que mi padre se cansó de repetir acerca de sí mismo: no era un intelectual al uso. La naturaleza importante para él era la importante para la gente del pueblo que nombra a las cosas: la útil y la perjudicial, la que puede comerse o te come, la que puede cazarse o pescarse y la que daña a la caza y la pesca, la que ataca a los cultivos y la que los defiende, las flores que adornan los campos y las ortigas que los tornan incómodos.

Era poco ortodoxa, también, su forma de acceder al conocimiento de esa naturaleza que amaba. El americano Steinbeck, que a más de gran escritor fue naturalista marino, decía que para identificar un pez los expertos contaban sus escamas, aletas y vértebras, tras “extraer un espécimen tieso y descolorido de un frasco de olor nauseabundo”. “Yo prefiero –seguía- conocer otra realidad, saber si tira fuerte del anzuelo, cómo salta dando coletazos en el aire, cuál es su color, cómo huele y qué sabor tiene cuando lo cocinas… El naturalista limitado a su pez en formol –termina Steinbeck- sacrifica mucha realidad de sí mismo y su relación con el animal”. Mi padre, al que tantos frascos de formol metimos en casa los hermanos biólogos, nunca cometió ese pecado. Siempre prevaleció en él una aproximación humanista, de tú a tú, hacia una naturaleza que sentía múltiple y cercana.

Por eso distinguía muy bien a los grillos macho, que cantan, de las hembras, que no lo hacen, y por eso identificaba sin vacilar a los peces que se pueden y deben pescar, porque son buenos para comer, mientras llamaba genéricamente barbos o cachos al resto, “que saben a pecina”, decía, y como no se comen no hay por qué pescarlos. Ese argumento le llevaba a rechazar cazar más de lo que podía consumir y despreciar las grandes tiradas. En sentido contrario, nunca entendió la pesca sin muerte, tan conservacionista: “Si pescas una gran trucha y la devuelves al río, no comiéndola reduces a la mitad el placer del pescador”, apostillaba.

En todo caso, Miguel Delibes encontraba en la naturaleza, a más de temas para escribir, una fuente de placer y un motivo de exaltación. Afirmó que cazando se volvía paleolítico por unas horas, pero bien podría decirse que él mismo se hacía naturaleza, olvidando la urbe y los problemas cotidianos. Tal vez ninguna de sus declaraciones lo refleja mejor que unas líneas del diario de Lorenzo, el cazador, que siempre me conmueven: “El campo estaba hermoso con los trigos apuntados. En la coquina de la ribera había ya chiribitas y matacandiles tempranos. Una ganga vino a tirarse a la salina y viró al guiparnos […]. Era un espectáculo y le dije a Melecio que atendiera. Sólo se sentían los silbidos de los alcaravanes al recogerse en los pinares. Así, como nosotros, debió sentirse Dios al terminar de crear el mundo”. Hay en estas líneas, pienso, un afán de resurrección, un anhelo de empezar de nuevo en un paraíso todavía virginal, justo y limpio.

Un paraíso, adviertan, donde Delibes no está solo, sino rodeado de matacandiles, gangas y alcaravanes. Sentía empatía con el resto de la vida, se advertía parte de ella, uno en el todo que hoy llamamos biodiversidad. Creo que esa empatía con lo vivo, unida a su extrema sensibilidad, explica algunas descripciones de sus libros. Ramón Buckley me preguntaba no hace mucho en quién se había inspirado Delibes para describir a Pacífico Pérez, protagonista de “Las guerras de nuestros antepasados”, al que le dolían los dedos al ver podar los árboles y la boca al sentir un pez clavado en el anzuelo. Le contesté que apenas dudaba de que mi padre había imaginado tales sensaciones en sí mismo.

Cabe decir que un hombre así no puede ser cazador y pescador, y Delibes lo era. Él mismo escribió mucho sobre el tema y no voy a dedicarle tiempo. Simplemente hablaré de mí. Hace años un periodista me preguntó quién, y cómo, me había enseñado a amar la naturaleza. “¿Fue Rodríguez de la Fuente, con el que usted trabajó?”, me dijo. Y respondí: “No, fue mi padre, cazando”. No lo podía creer. El poeta ruso Evtuchenko compara la caza con el arte y el amor, y termina preguntando por qué está triste al cazador afortunado.

Miguel Delibes no se ponía triste cuando la caza se daba bien, pero sí recordó muchas veces con pesar, durante años, a alguna liebre que había quedado herida en el campo y habíamos vuelto a ver horas o días más tarde. Y ya mayor, cuando no podía cazar (quizás como el zorro de la fábula mirando las uvas), lamentaba haber cazado tanto.

Exaltación y entusiasmo ante la naturaleza, unidad con lo vivo, amor por el terruño y sus gentes… Todo eso había de llevarlo, inexorablemente, a la preocupación por el deterioro de los ecosistemas y a actitudes conservacionistas. Advirtió ya en los años setenta que en Sedano cantaban menos pájaros, en los ríos faltaban las truchas, los cangrejos morían por la afanomicosis. Cuando decidió escribir su discurso de ingreso en la Real Academia Española, que debía a la memoria de mi madre, decidió que sería una llamada ética a la conservación. Uno ya era biólogo entonces y había, poco antes, leído su tesina. Mi padre me pidió ayuda y decidió que aquel discurso sería “su tesina”. Le proporcioné artículos y libros y estudió mucho (quizás más que nunca como escritor, hasta que después se enfrascara en “El hereje”). Acabó haciendo un maravilloso alegato ecologista cuando apenas nadie hablaba de ello en España.

Años después, hace poco tiempo, escribimos juntos “La tierra herida”, su último trabajo, que para mí fue una gran satisfacción. Haciéndolo, volvió a sentirse escritor y estaba exultante. Hablábamos por las mañanas, y por las tardes yo transcribía la conversación en el ordenador. Y si acaso había avanzado poco, al día siguiente me lo reprochaba, y como yo argumentara que me había quedado hasta la madrugada, y después dándole vueltas no podía dormir, me decía, enterneciéndome: “Ah, bendita vigilia del creador, ¡quién la pillara de nuevo!”.

Termino ya. A Miguel Delibes le preocupaba el mundo que vamos a dejar a nuestros hijos, y mantener viva esa preocupación, extenderla y ayudar a transformarla en acción, es una de las razones de ser de esta Fundación recién nacida. La compasión de Delibes por los niños, por los humildes, por los desfavorecidos, se extendía a su compasión por la Tierra. No en vano dejó dicho que si no éramos capaces de conservarla, más valdría detener su movimiento para que pudiéramos apearnos.

Muchas gracias por su atención.