Intervención de don Joaquín Díaz, etnógrafo

La primera vez que se me pidió una carta de apoyo a la candidatura de Miguel Delibes para el premio Nobel se me ocurrió pensar si entre los miembros de la Academia Sueca habría alguno que fuese cazador. Imaginaba yo que con esa premisa les resultaría más fácil entender y valorar la obra de Delibes: el buen cazador es observador agudo, tiene excelente vista y aceptable puntería, y además necesita como el vivir sentarse a reflexionar mientras consume un buen almuerzo. Muchos personajes de la obra de Delibes, salidos de esa perspicacia y de esa meditación, merecían por supuesto estar en la orla de arquetipos universales y su comportamiento, independientemente del paisaje, había convencido y emocionado a japoneses, a polacos, a rusos y a cualquier habitante del planeta que sintiera como el escritor alguna preocupación por el ser humano y su entorno vital.

Delibes siempre observó al individuo y sus costumbres con la distancia de un antropólogo, describiendo su conducta sin enjuiciarla; pero, lejos de la frialdad del científico, Delibes nos acercaba al lado humano de sus personajes de modo que uno llegaba a sentir simpatía o debilidad por ellos. Es verdad que no nos explicaba cómo habían recibido los conocimientos especializados de que hacían gala, ni se entretenía tampoco en hacer una apología de ellos: le bastaba con entregarnos esa instantánea perfecta en la que inadvertidamente se transmitía un sentimiento de admiración hacia unos individuos que poseían una sabiduría peculiar; algo que los demás no teníamos.

El aire de superioridad que adopta la Domi en “El príncipe destronado”, por ejemplo, cuando observa a su pequeño público hipnotizado por su interpretación del romance de la “Rosita encarnada”, es el paradigma del narrador que conoce su poder de comunicación y sabe que radica tanto en lo que está transmitiendo como en el tono en que lo dice. Hay por consiguiente en ello una especialización: si alguien desea una mesa, acude al carpintero; si lo que quiere es una reja, al herrero. ¿Dónde se acude si lo que se desea escuchar es la propia historia, el patrimonio antiguo y nuevo a la vez? Sin duda al narrador especializado. Otra cuestión es si hoy están de moda esas narraciones rurales o de personajes del campo, probables perdedores hace ya tiempo en una sociedad que los acepta y valora con dificultad. Carlos García Gual me comentaba hace años su admiración por el tono tan acertado de “El hereje”. Por distintos caminos llegábamos a la similar conclusión de que la novela histórica funciona mejor cuando el protagonista es un perdedor, alguien a quien las circunstancias empujan, zarandean e inmolan finalmente en las aras de lo útil, de lo conveniente o de lo necesario (léase inútil, inconveniente e innecesario). Nuestra sociedad no admite tipos así, pero los tiene a montones y no por casualidad. Ahora, como hace miles de años cuando se crearon y desarrollaron los mitos, la humanidad está del lado del que sufre, del que tiene carencias, de quien pierde hasta el bien más preciado –la vida-, empujado una y otra vez por esta o aquella mano que le obliga a subir atropelladamente las escaleras definitivas del patíbulo.

En Cipriano Salcedo, protagonista de “El hereje” (y no olvidemos que hereje significa “partidario”), estamos todos. Somos paisanos en esa tierra donde la edad es sinónimo de sabiduría y la sabiduría significa sufrimiento, pérdida. Abrazamos un partido o una idea y no tenemos brazos para otros; estamos condenados constantemente a elegir y a equivocarnos. Por eso nos solidarizamos inmediatamente con quien no es capaz de vencer a su propio destino; nos compadecemos de aquellos a quienes la ignorancia, la prepotencia o la intransigencia niegan el derecho a expresar libremente sus ideas. Lo que engrandece al ser humano frente a otras especies es su aptitud para dar valor a aquello que le daña. La diferencia entre Naturaleza y Cultura está ahí precisamente. Sólo al hombre se le ocurriría destruir el propio nido en el que habita, como recordó el mismo Delibes escribiendo sobre un mundo agonizante; sólo en la mente del ser humano cabría el pensamiento de matar a su semejante por miedo a que no piense como él. En la inocencia de Minervina Capa, la dulce y atractiva nodriza que aparece y desaparece de la vida de Cipriano como las hadas de los cuentos, está la contradicción de una raza que nutre a sus criaturas para después acompañarlas mansamente al quemadero.

Sin embargo, es completamente falso que los conocimientos legados por la tradición no sirvan actualmente, y, más aún, que sean mejores o peores que otros. Tal vez sea más difícil su aplicación y cada vez menos práctico su contenido, pero me temo que no es ese contenido lo que está en crisis sino el continente. Lo que verdaderamente está sucumbiendo es el mundo de la palabra -y todos los personajes de Delibes son hijos de ella- frente a una cultura de la imagen. Pero esto es otro cantar y sólo lo menciono aquí como una preocupación más. Cuando hace más de veinte años llegué a la localidad en que ahora vivo, me hice amigo de un pastor que aparecía fotografiado varias veces en un libro de Miguel. El pastor se preguntaba cómo sabría ese señor, al que no conocía, tantas cosas de los conejos. Finalmente se pudieron entrevistar y charlar desenfadadamente. Su presencia gráfica en un libro de Delibes no era casual. Durante los dos años siguientes pasé horas y horas escuchando a aquel hombre; conocía el nombre de todos los pagos del término; sabía las propiedades de cada planta del páramo y del valle; podía adivinar las horas de la noche por la estrella que hubiese aparecido en el cielo y además cazaba los conejos con cacha. Todos los días, de mañanita, salía a la puerta de la Villa, desde la que se divisaba un espléndido panorama, y se detenía, impresionado por aquella belleza; permanecía así un rato largo, como acariciando el paisaje con su mirada, y luego, al darse cuenta de que me encontraba detrás de él en silencio, me saludaba con un “bueno…”, que era para mí como el comienzo de la clase. No apreciaba yo tanto los datos que pudiese aprender de él como lo ajustados que estaban esos datos a su persona, la coherencia de su vida y su pensamiento.

Cuando finalmente perdió el habla, dejó de pasear y fue languideciendo poco a poco en el corral de su casa hasta extinguirse de muerte dulce.

Con la desaparición de cada uno de estos personajes, por fortuna tan bien descritos en las obras de Delibes pero por desgracia tan escasos ya en la misma sociedad rural, perdemos algo de nuestra propia cultura; es como si se nos extraviase definitivamente un voluminoso tomo de la gran enciclopedia de la vida. Partiendo de la idea de que el ser humano es un misterio, un enigma sin resolver, Delibes nos acercó a las preguntas claves de ese mismo enigma, porque siempre han sido más interesantes las preguntas que las respuestas. Las palabras con las que se construyen esas preguntas, más que significar cosas significan relaciones, y esas relaciones –con la naturaleza, con las personas, con las formas inteligibles- son la base de nuestra existencia y la verdadera explicación de nuestra presencia en el mundo.